"Anclado en Madrid" o cuando nada garantiza la felicidad

En 1990 se cortó de un modo cruento el hilo de la historia. Hay, sin duda, un antes y un después. Se cayó el Muro de Berlín, estallaron los nacionalismos y se blanqueó el hecho de que había un ejército de pobres en inexorable crecimiento por todos los rincones del mundo. Aquello de "cada ser humano, un ciudadano del mundo" era un sueño del siglo. La fórmula se deshizo frente a una perdigonada discriminatoria cruzada en todas las direcciones y pese a que las fronteras se taparon con un tránsito de desesperados que buscaban tierras fértiles donde, en principio, poder asegurarse la subsistencia mínima. Los ideales -decretaron- están muertos.
   Algunos historiadores sostienen que su disciplina es el recuento y explicación de un movimiento perpetuo de las migraciones y diásporas. ¿Cuánto trabajo tendrán ahora, ya en el siglo XXI? También desde y la Argentina; recordemos las largas colas que había en las embajadas tras la hiperinflación de 1989 y las que ahora están desde diciembre de 2001.
   La pregunta del millón es si hoy existe alguna geografía que garantice la felicidad. Parece que no. "Anclado en Madrid" –obra del dramaturgo argentino Roberto Ibáñez estrenada en 1990, que adquiere una indiscutible vigencia en el montaje presentado en el Centro Cultural Provincial– ubica la acción el el remolino de ese interrogante. El lugar, como su nombre lo indica, es la capital de la Madre Patria. Allí, como tantos otros náufragos argentinos, llega para vivir (en realidad sobrevivir) Jacinto. Quiere "armar" un espectáculo de tangos, pero le falta algo esencial: la bailarina. Conoce a Rita, una "bailora" de sevillanas, a quien intenta convencer sobre la necesidad de crear la pareja. No como Ginger y Fred, sí como dos que necesitan triunfar.Y comer.
   El texto de Ibáñez tiene muchos aciertos. En principio, porque pinta con colores localistas una situación que hoy por hoy es universal. A partir de una historia muy bien atada y desatada y en un tono de comedia brillante, que no elude pocos pero exactos momentos dramáticos, hay apuntes inteligentes en otras direcciones, como la mezcla de acentos, los extrañamientos culturales –la "vieja", el mate y, obvio, el tango–, el deseo de mantener imaginariamente vivo lo que ya no existe. Y la discriminación.
   Cuando caen las máscaras Rita no es Rita. Con lucidez, el autor le hace decir a Jacinto que "es la vida", aceptando a su compañero y tendiendo una pátina de melancolía que unirá a estos dos seres, tan solos –y tan lejos– en el mundo. Aquí cabe recordar que la fascinación por lo diferente siempre se da a través de dos sentimientos contradictorios: odio o amor. En la Argentina, preferimos una tercera vía de escape por la tangente mucho más peligrosa: la confusión; el parloteo que tiende a derivar en oscura mescolanza. El tema tiene tantos años de antigüedad como la presencia del hombre en la Tierra, pero igual nos gusta andar a contrapelo y con el reloj levemente atrasado. Por eso también, la propuesta ofrece esta lectura inteligente, que enseña a vivir también en la diversidad.
   El humor del texto es permanente, mediante situaciones risueñas, bien estructuradas, que son aprovechadas por los dos protagonistas. Aquí radica el valor esencial de esta propuesta. Antonio Germano y Sergio Cangiano se sacan chispas sobre el escenario. El primero es el atribulado Jacinto y en la elaboración de su personaje, Germano ofrece una catarata de gags de particular encanto. Mezcla perfecta de lo mejor de Alberto Olmedo y Groucho Marx, no duda en mostrar su desempacho pero también su emoción cuando corresponde. Cangiano es su esencial apoyo. Su personaje es peligroso porque puede caer en la machietta. El actor elude esa instancia, ofreciendo una labor plena de expresiones y gestos cargados de sutilezas. Cuando se "suelte" del todo, será tan perfecto como su compañero. Ambos tienen el registro más conveniente. Y consiguen, a fuerza de entrega y convicción, el aplauso caliente de un público -que la noche del estreno colmó el teatro- agradecido. Vale la pena verlos, son actuaciones estupendas en una comedia de apariencia liviana. Sólo en apariencia.

Roberto Schneider

El Litoral.Viernes, 14 de febrero de 2003.